Reseña aparecida en la revista virtual No-Retornable.
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“…detrás del árbol/ vestido de negro resplandece/
es hermoso…” (Graciela Caprarulo. El clan de la cicatriz)
Es bello Lucifer. Su esmeralda brilla a contrapelo y desata vendavales de opinión: ¿se trata realmente de un ángel?, ¿se trata realmente de un ángel caído?, ¿o es, más bien, un hermano referencial; un ser ontológicamente semejante al humano? Potente en las dicotomías que genera, tanto en las religiones establecidas como en las lecturas esotéricas de las mismas, se yergue, arquetípico y ávido, en su deseo: ser como los dioses, sorber y aprehender la totalidad (que, paradójicamente, al nombrarse, deja de ser aquello inefable que pregona). Su esmeralda refulge; es, justamente, su brillo el que deslumbra. Y ya se sabe: luz y sombra son, entitativamente, dos aspectos de la misma coordenada. Basta decidir hacia qué extremo habrá de dirigirse cada uno. Desde el post-romanticismo y, más precisamente, a partir del decadentismo inglés, la literatura se fue abriendo en corrientes que alentaron, no sólo la irrupción de lo feo (como en el barroco el anti-héroe, el pícaro de El lazarillo de Tormes; o la demarcación de lo grotesco en Gargantúa y Pantagruel) , sino su exaltación reverencial. Los poetas malditos (básicamente franceses: Rimbaud, Mallarmé, Baudelaire) y la rama que intensifica la vuelta a lo gótico (originada en la zona más hermosamente oscura del medioevo) son los corolarios de una tendencia que se asentará, luego, en algunos autores del existencialismo y del nihilismo del siglo XX. Y que encontrará su correlato más fervoroso en la corriente punk de dicho siglo y del XXI. “Oh Tú, Ángel sabio y bello, de alabanzas privado, / Dios que fue por la suerte adversa traicionado…”. Así comienzan Las letanías de Satán de Charles Baudelaire. “Tú, que el rincón conoces de tierras envidiosas/ donde ocultó el celoso Dios las piedras preciosas…” continúa. Una enorme, intensa reivindicación de todo cuanto es apartado y denigrado en nombre de las buenas costumbres y del “deber ser”. Por indigesto, por peligroso, por diferente. Como si ese costado de lo humano y, más aún, de lo sagrado no existiese; cuando, en realidad, todos experimentamos su reverbero en cada experiencia vital. Sólo se trata de decidir en dónde nos situamos.
Los cultores de “aquel lado” no son más que ávidos buscadores de algún referente que finalmente los acerque a una potencia suprema, ilimitada, subyacente y/o raigal. Más allá de dogmas, modas, convencionalismos; más allá de la finitud y decadencia biológicas. Rebeldes, transgresores, demonizan lo que, en realidad, es también fruto de la luz. “¿Vienes del hondo cielo o del abismo sales,/ Belleza? Tu mirar, infernal y divino,/ vierte confusamente beneficios y crímenes,/ por lo que se te puede comparar con el vino.” Baudelaire y su Himno a la belleza habilitan la idea de que lo supremo encandila, permea los ojos con su alucinado fulgor. Ícaro no pudo, y se quemó las alas. Buscadores aparentes de las sombras, o indagadores de la polaridad, los “malditos” no hacen más que iluminar el costado infernal de la naturaleza. Lucifer es bello; su esmeralda, irresistible. Hijos de las corrientes antes mencionadas, insertos en una sociedad “post-casi todo”, dejan un testimonio elocuente y visceralmente doloroso de su época. La sociedad de consumo nos consumió, y se llevó con ella el fragor de las grandes alturas. Emergentes de un mundo encajonado, dolorosamente vulgar, estereotipado (como la máquina de triturar niños en Another brick in the wall de Pink Floid) , autoritario, centrado en el poder de lo económico, hiper-racional y deshumanizado; y carentes, ellos, de cualquier arquetipo absoluto y portador de valores, se insertan en lo urbano (que no logrará tampoco satisfacer sus vértigos y exaltaciones), ejerciendo una genuina búsqueda, o actuando en sí mismos (y en sus cuerpos) la decadencia que denuncian. Parece no haber límite para la inmersión en los “paraísos artificiales” que proponía Baudelaire, o en las alucinaciones y el desarreglo de los sentidos de Rimbaud. El arte en general (visuales, literatura y música) amamanta esta gótica exaltación.
No escapa a ello Ian Curtis (Manchester, 1956/ 1980). Su corta vida lo atestigua; aunque no parece pertinente detenerse en sus experiencias, sino en el producto de las mismas. Ian Curtis/Joy Division y las reversiones de sus letras, que trabajaron Mariano Dupont, Andi Nachon, Walter Cassara, Violeta Percia y Roberto Echavarren es, en primer lugar, un bello objeto: austero, minimal, sencillamente estético, despojado. En él nada resalta más que la poesía de Curtis. Y eso es su mayor mérito. Todo se mantiene en segundo plano, salvo el autor a traducir y a considerar; a pesar de que la tentación podría haber derivado en exagerar los matices, ya sea de la tapa, de la contratapa, o de su interior. Diego Esteras y Ezequiel Fanego abren la edición con una presentación clara y orientadora, y cumplen (con creces) el objetivo: que “algo de esa completa fábrica de sonido que es Joy Division reaparezca en la escritura y pueda ser recibido en nuestra lengua”. Como en la tapa de “Unknown Pleasures” que mencionan (y que muestran en una pequeña ilustración), ellos también desproveen a esta edición de cualquier otra información tipográfica más que la indispensable. “Pero si sólo pudieras ver la belleza” dice simplemente la contratapa (que, además, explica con brevedad la intención de que el libro sea leído como la traducción de las letras al castellano, sostenida por la traducción de la experiencia de la música a la escritura poética). En ese sentido, se avanza en el corpus como si no fuera plural la voz de los traductores. Es probable que cada uno haya elegido sus poemas por empatía personal. Pero otro logro de la obra es su impresión de absoluta totalidad: se lee a Curtis de cabo a rabo. Simplemente como un libro subdivido en secuencias o capítulos.
“Por aquí, pasen y vean.”, ofrece el primer poema, Exhibición de atrocidades; “Elogiemos la gloria de amados que se fueron/…Lloré como un niño, aunque estos años me hicieron viejo,/…Jugué junto a la puerta del fondo del jardín/…Sólo miro los árboles y las hojas caen.”, concluye el poema final Lo eterno. Entre ambos, el espacio polisémico refuerza la carga semántica de algunos tópicos recurrentes: la transitoriedad, lo efímero, la desesperanza; el genocidio de un planeta que no parece reparar en sus atrocidades; la impotencia de un observador que ve caer la arquitectura de dicho planeta y que nada puede hacer por sostenerlo, ya que ni siquiera sería posible acomodar la propia estructura. Casas y rostros se parecen. Se adolece, pues, de anonimato y de anomia. No hay intimidad, ni lazos afectivos que atenúen el exilio vertiginoso en esta tierra ( “ningún lugar donde quedarse, ningún lugar adonde ir”). Profetas que no lo son, verdugos que esperan, amigos que no se encuentran en este “paraje solitario”.
Trasmisión trae reminiscencias (en la propuesta, en el clima, en el efecto) del cuento El enorme aparato de radio (1954), de John Cheever. No se sincroniza amor al ritmo de ese show, y otra vez la experiencia se terceriza a través de algún medio de comunicación que, en lugar de cumplir su verdadero cometido, dificulta el intercambio; lo hace extraño y externo. Se baila sin ton ni son, casi carnavalescamente (entendiendo: máscara, bifrontalidad, desenfreno, bacanal), tal como observa Mijail Bajtín acerca de los sub-textos en la obra de Rabelais. Zoológico desplegado, instrumento que se inserta en el cuerpo y lastima, “que esta verdad pase”, “que este día no dure más y nunca”. Enloquecedora sucesión de “encendidos” y “apagados”, que podrían interpretarse como noches y días que devienen alucinados, o como cortocircuitos en la red interior (y exterior) del sujeto, o como puro mecanicismo a la hora de intentar algún acercamiento (propio y ajeno). Entre semejante bipolaridad, y algunos trasmisores ocultos que todo lo escuchan, sobresale Ella perdió el control (aparentemente una dramática anécdota en la vida de Curtis en referencia a una amiga que padecía epilepsia igual que él), como corolario dramático (dramático también como teatral) de la atmósfera. Otra vez bacanal extrema, cuerpo y mente atomizados. Muy interesante los encabalgamientos en los cortes de estrofa a estrofa, como si algunas palabras fueran a caer a un precipicio: “Y cómo o bien por qué…”/ “Paralizada y…”/ “Ella…”/ “otra vez ella…”.
Komakino dirige al lector al epicentro de la agonía. ¿Cómo aliviar este vendaval de sistemas programados, de auto-explosión en cadena a punto de comenzar? El conflicto interior se agrava con los problemas externos: “…las preguntas son apropiadas, pero las respuestas/ no coinciden con mi forma de ver las cosas.”, dice. En los cuentos infantiles, el medio era también francamente hostil para el patito feo, pero éste devenía en cisne y comprendía su origen y su identidad. Nada de esto ocurrirá aquí: en este espacio no ha de haber recupero ni integración. Sólo el malestar de sentirse “empujados al límite”, golpeando en la “más oscura cámara del infierno”. Padres intranquilos, sonido de hogares que se rompen: no habrá tampoco entonces castillo de cristal, ni beso que selle un final feliz. “Una colonia de Dios”, dice. ¿Colonia como colonización, como espacio a dominar/ser dominado?, ¿como grupo de viviendas semejantes o construidas con idea urbanística de conjunto?, ¿colonia como grupo o sumatoria de animales de la misma especie, conviviendo en un territorio limitado?, ¿o colonia como proliferación vegetativa, en general por gemación?, ¿de gérmenes? Todo cabe en la quebradura.
Con No recuerdo nada aparece un recurso también llamativo: el punto como grafía, seguido de minúsculas (esto se reitera en otros poemas: “violento.violento”, por ejemplo). Puntuación exótica, rebelde, diferente; pero también discurso disruptivo, sin límites internos o convencionalmente estipulados. Desorden sintetiza con angustiante claridad: “Tengo el espíritu/pero pierdo el sentimiento// La sensación,/ La emoción/ El sentimiento”. Un hombre se espera a sí mismo, en medio de su culpa y cargas excesivas. “Demasiada carga lleva el asno/ el asno/ la carga/ …// algo sustancial/ en el cuerpo se rompe”, dice la poeta argentina Isabel Krisch en su libro Apenas una línea, roja; y parece cantar a dos voces con Curtis. Cierra el capítulo Edad de hielo: igual que en la Divina Comedia, nada podrá sostenerse ni encontrará su lugar en el frío. Lucifer, bello pero estático, absolutamente pétreo, aguarda a Dante en el último círculo del infierno. Finalmente, Marcharon en línea aborda el tema de la guerra (¿o de los uniformados en una era glacial?). Con él, vuelve The Wall, de Floyd. ¿Veinticuatro horas o toda la eternidad para esta depredadora pesadilla? Algo tendrá que romperse antes de que el destino lo capture.
En medio de bellas, pero siempre perturbadoras o escalofriantes imágenes; con versos dispuestos en estrofas y, a veces, desplazados, pero con la elocuencia sencilla de lo que no tiene vuelta, la poesía de Joy Division magnetiza al lector en una zona neurálgica y desesperanzada. El libro se cierra con las versiones originales, la discografía del autor y un breve CV de cada uno de sus hábiles, eficientes traductores. “Yo soy el imperio al fin de la decadencia”, dijo Verlaine. “Debo encontrar otra terapia, este tratamiento tarda demasiado…”, dice Curtis. Lucifer es bello; su esmeralda resplandece en el hielo, todavía.