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“Novelista, cuentista, director de cine, rumiante empedernido, cronista, productor de radio y televisión, pedagogo, pensador político y social: Alexander Kluge es una figura gigante de la cultura alemana. Junto con Pasolini, representa lo más vigoroso y original de la idea europea del artista como intelectual, el intelectual como artista, que floreció en la segunda mitad del siglo XX. Unos cuantos de sus muchos libros y películas son logros brillantes, esenciales.”
Susan Sontag
Ex colaborador de T.W. Adorno en su juventud, Alexander Kluge comenzó su carrera cinematográfica como asistente de Fritz Lang y pocos años más tarde se erigió en “padre” del Nuevo Cine Alemán, movimiento que revitalizó el cine de ese país y que posibilitó el surgimiento de directores como R. W. Fassbinder, Werner Herzog y Wim Wenders. Las 120 historias que componen este libro, parciales y “subjetivas” según nos advierte el propio Kluge, tratan de la edad temprana del celuloide –ese cinéma impur de tiempos en que la imagen cinematográfica combinaba elementos del teatro, las artes plásticas y la literatura–, de la azarosa separación entre cine documental y de ficción, y de cómo el sol, a través de su juego de luces, fue quizá pionero del cine de autor. Narran el brío con el que las masas se apropiaron de ese cine reciente, los avatares de un nacionalsocialista en Hollywood, los proyectos truncos de Tarkovski y de Fritz Lang, y se interrogan por la posibilidad de poner en imágenes la plusvalía o el fin de la Segunda Guerra Mundial. Pero por sobre todo atestiguan una cosa: que el “principio cine” –tan antiguo como el sol y las representaciones de luz y oscuridad en nuestras mentes– surge mucho antes que el arte de filmar ya que se basa en la comunicación pública de lo que nos “mueve por dentro”; y que esa utopía que tiene lugar desde antaño en la cabeza del espectador no desaparecerá con la llegada de la tecnología digital, pues incluso cuando los proyectores hayan dejado de traquetear habrá siempre algo que “funcione como cine”.
Edición al cuidado de Carla Imbrogno
Traducción: Nicolás Gelormini
Fue militante del PC en los ’60, experimentó con drogas durante su exilio en México, es un ensayista y traductor de enorme prestigio. Es también poeta y en los últimos tiempos también se dedicó a la pintura. El filósofo Oscar del Barco –uno de los referentes principales de la experiencia cultural y política que significó la revista Pasado y Presente en la Córdoba de los ’70– escribió, en 2004, una carta abierta publicada en la revista La Intemperie. Ese texto provocó uno de los debates más francos de los últimos años en torno de las organizaciones armadas. En el debate, desde distintos espacios, participaron Nicolás Casullo, Ricardo Forster, Héctor Schmucler, Diego Tatian, Jorge Jinkins, Juan Ritvo, Eduardo Grüner y León Rozitchner, entre otros.
Del Barco, que acaba de publicar Alternativas de lo posthumano. Textos reunidos (Editorial Caja Negra), disparó en su primera intervención con una pregunta ardua y crucial (ver recuadro) acerca de si hay épocas, circunstancias o causas que justifiquen o no el uso de la violencia armada y el hecho de matar, ya sea para modificar un sistema inequitativo o para enfrentar a un enemigo siniestro. Su gesto, si bien el debate lleva años –o milenios– de circulación, volvió a poner el dedo en la llaga. Nadie negó el hecho de que su carta fue escrita con una honestidad brutal.
–Hace seis años su carta abierta acerca del “no matarás” tuvo una poderosa repercusión. El año pasado José Pablo Feinmann publicó Timote, un libro sobre el asesinato a Aramburu, y recientemente se estrenó Secuestro y muerte, el film de Rafael Filippelli, con guión de Beatriz Sarlo, entre otros, sobre el mismo tema. ¿Por qué piensa que la discusión sobre la violencia política en la Argentina sigue vigente?
–Porque es nuestra tragedia, algo que no pertenece al recuerdo ni al olvido sino que está allí, como en el momento de suceder, y porque todos fuimos y somos responsables. En esto no hay vueltas, y eso nos ronda como un clamor que nos pide cuentas. No vale hacerse los distraídos, eso es lo que somos, en cuanto seres libres y por consiguiente responsables. Ser responsable es responder a una voz que no se puede acallar... Por eso los decenios no han calmado nuestras conciencias. La memoria no es una fiesta sino algo del orden de la carne, de lo sagrado, de lo humano.
–Hay quienes sostienen, ya sea citando a la Constitución o invocando el derecho a la resistencia contra un opresor, como sucedió en dictadura, la legitimidad del uso de la violencia...
–La respuesta armada nos llevó a la tragedia, porque se desencadena una “lógica” mimética que no tiene fin. Las revoluciones armadas terminaron siempre en dictaduras, como fueron los casos de la Revolución Francesa, la rusa, la china o la cubana. Todas se convirtieron en dictaduras y luego de sus fracasos pasaron al sistema capitalista liso y llano. La resistencia es justa y puede abarcar múltiples y complejos espacios de luchas puntuales del pueblo por sus reivindicaciones, ya sean económicas, ecológicas, sexuales, culturales, etc. Yo hice mío el principio del “no matar”, pero sabiendo que se mata de mil maneras y en todas partes. Pero la muerte no puede ser un principio pues en caso de serlo no habría humanidad, no existirían los hombres... El hombre es un ser sagrado o absoluto y debe ser respetado como tal, nunca puede ser considerado un medio para otra cosa.
Arte, política y LSD.
Proyección del film patafísico El zoo de Zaratustra, de Karin Idelson y Rafael Cippolini
Audición de Evatrónica Aplicada, obra de Alan Courtis (ex-Reynols)
Centro Cultural España Córdoba (entre Rios 40).
PATAFÍSICOS SOMOS TODOS, nota de Demián Orosz en La Voz del Interior, Córdoba.
Jorge Baron Biza nació en Buenos Aires en 1942 y a lo largo de su vida se desempeñó como editor y colaborador en distintos medios periodísticos como La Voz del Interior, Página/12 y Arte al Día, entre otros, especializándose en crítica de arte. Tradujo El indiferente de Marcel Proust, publicó los libros El desierto y su semilla y Los cordobeses en el fin del milenio (junto a Rosita Halac), y participó de Los colores de un siglo. Grandes obras de la pintura de Córdoba. Se suicidó en septiembre de 2001.
Selección y prólogo: Martín Albornoz
ISBN: 978-987-1622-03-0
208 páginas
designer Juan Ventura y el corte justo
Frente a la tecnocracia, que se adueñaba sin distinciones de la sociedad mundial y del mundo, desventrándolos, convirtiéndolos en pura exterioridad sumisa para su ojo al acecho, la mente debía desistir de una batalla abierta que no podía significar más que derrota estéril. Sólo le quedaba empuñar por sí misma la derrota y, como si la hubiera padecido, bajar a la catacumba de lo no articulado, en la que, pese a parecer muerta, aún estaba viva.
Héctor Murena, La cárcel de la mente
§ 1.
En un contexto histórico signado por la reestructuración capitalista de comienzos de los años ‘70, la contraofensiva política de la derecha, el desmoronamiento de
Como consecuencia de un proceso complejo cuyo factor decisivo es la mutación de los medios, de los lugares y de los sujetos de la producción, el advenimiento de la sociedad postindustrial determinó el doble declive del proletariado como sujeto histórico y del trabajo como esencialidad humana. En este marco, el canon marxista experimentó un grado de dislocación tal que toda tentativa de recomposición interna sobre sus basamentos tradicionales parecía haber perdido toda orientación en lo real. (…)
La diagnosis que Oscar del Barco ensaya desde la década del ‘80 encuadra el problema de la crisis del marxismo y de la política en el marco de una derrota epocal de dimensiones planetarias. Sus sombrías radiografías del espíritu actual de los tiempos son placas negativas que en su sobreimpresión nos presentan diversas postales de la desolación, no la derrota de una generación, ni la de ciertos ideales o valores, sino la derrota como época: “hemos entrado en una edad negra sin historia”.
El fracaso histórico definitivo de cualquier alternativa política emancipatoria, el desencadenamiento nihilista de la técnica y el carácter autorregulado del sistema capitalista mundial determinan un proceso de desarrollo del mal encarnado en formas que, irremediablemente, ninguna acción humana consciente y ordenada de acuerdo a fines puede ya detener. El Sistema se constituye como una totalidad autorregulada cuya lógica interna no conduce al surgimiento de un actor capaz de derrocarlo, ya que toda pretensión de derrocamiento pertenece a su lógica y sus presuntos antagonistas no son más que sus órganos de recambio: “Cambiar el sistema es como querer cambiar el cerebro; incluso quienes piensan en la genética como un medio para cambiar al ser humano, no pueden imaginar el cambio sino a partir de ellos mismos, de sus propios deseos y valores, de sus propias conformaciones. Sólo la maldad encarnada en la locura de la ciencia puede aspirar a un cambio pensado de la forma-vida.”
En este contexto se actualiza en Oscar del Barco cierto núcleo de afinidades electivas que enlazan al marxismo con la teología, y también con la ficción científica. La matriz difusa de la dominación poscapitalista se singulariza como neuropolítica, al presentarse como “una oscura complejidad que se realimenta y se reprograma en una inabarcable sucesión de puntos simultáneos”, tomando control sobre toda posible línea de fuga; un aparato de captura de modalidad viral que opera personificaciones intrasistémicas de sí mismo, “nada escapa al entrecruzamiento de sus flujos dispersos, a sus nudos e insinuaciones”, “todo se mueve sobre el riesgo de su mal”.
El Gran Autómata configura un dispositivo de subsunción técnica hiper-real que desactiva la dialéctica entre el trabajo y el capital por reingeniería de un polo sobre el otro. El proceso histórico se ve relanzado como posdialéctica cibernética: ultrasubsunción del hombre por la técnica, integración de la mente-cerebro en un mismo sistema de intelecto maquínico, recreación de la corporeidad sensible a partir de la ingeniería de lo vivo y la programación de la arquitectura orgánica. De la distinción entre la máquina como capital fijo y lo humano como trabajo viviente sólo reconocemos su soldadura en el Cyborg, figura de la victoria total del Sistema. “No se trata de casualidades sino de un Sistema; un sistema-vivo que utiliza el cerebro del hombre como su propio cerebro. No es el cerebro el que utiliza las maquinas sino que es la máquina-técnica la que se ha apropiado del cerebro como de una pieza más: la pieza donde llega a su propia conciencia para ser más maquina, el auténtico daimon que siempre rondó la cabeza de los hombres como una pesadilla. Estamos frente a una máquina-con-conciencia, y ésta es la esencia de lo abismal. El hombre está siendo reconstruido y vuelto armar como un instrumento vivo de la necesidad maquínica ”
(…)
§ 4
Brota de este humus paranoico una teología alucinada de alto grado de combatividad, acosada desde un principio por la hipérbole de control total que parece permear la entera capilaridad de lo real: teología de la derrota epocal. “Sólo un dios podrá salvarnos, decía Heidegger. Es posible. Pero también es posible que los dioses falten”.
Si el Gran Autómata acelera el tiempo hacia una sucesión aleatoria de electroshocks de eterno presente, algo así como un mesianismo-cyborg que proyecta la historia a velocidades transhumanas, se impone la necesidad de adecuar el concepto de redención al infierno abstracto del mundo de las máquinas. “Querer que un alud se detenga y vuelva a su punto de origen es una ilusión. Más bien hay que acostumbrarse a vivir y pensar en la caída, como seres de la caída”. Entonces: “Todo es actual. La sobrevivencia, la salvación, la redención, suceden aquí, ahora. El Apocalipsis está aquí-ahora, el Reino está aquí-ahora”.
La radicalización de la escala del control se corresponde con la radical reducción de lo político a la lógica de las vacuolas. Así, el “no-hacer de connotaciones místicas, sin por-qué y sin para qué” cualifica un estado-de-dios que aparece como “pura intensidad sin Sistema”, como “acto pleno”, “no representativo”, que pone directamente en cuestión las tecnologías de la escisión, la jerarquización y la representación, y “se sitúa así fuera del espacio de lo real del Sistema”. “Misticismo, erotismo, arte, son hiancias”, y precisamente “es en la hiancia donde se encuentra la posibilidad de escapar (en cuanto violentar, desmontar o pervertir) a las infinitas y complejas redes del Sistema”. La circunscripción al instante, la lógica de la intermitencia y la plenitud acronológica de las experiencias en exceso y de estas aproximaciones a “fenómenos saturados” parecen expresar los últimos baluartes posibles de no-Sistema. La vivencia sagrada de lo transhistórico genera un espacio de antagonismo y crítica irreductible, y así desactiva, aunque sea fugazmente, la pretensión de totalidad propia de la dominación técnica volviéndola relativa, inscribiéndola en la lógica siempre política de lo contingente. La politicidad de
En la era del eclipse de la Leviatantes, esta teología posmetafísica de raigambre batailleana vive de una politización por saturación, trabaja sobre un concepto de lo político que no se define como región topológicamente autónoma -por su diferencia específica dentro de las provincias de la cultura-, sino por el grado de intensidad de una disociación sistémica; resulta política aquella práctica que desquicia el orden clausurado del sentido y que ensaya una superación del acto de la metafísica de la subjetividad.
Ahora bien, bajo
Cuando el pathos de la confrontación política se juega sobre el horizonte de lo humano, Oscar del Barco llama cautelosamente a "distinguir entre el no-humanismo del Sistema y el no-humanismo como más allá del hombre; uno implica su aniquilación maquínica, mienstras que el otro implica su desborde sin límites. Es en la diferencia entre ambas alternativas de los posthumano que se juega una historia epocal".
Cabría detener aquí esta voluntad de discusión y sistematización. Cuando ya sólo se puede avanzar por rodeos, pueden venir en nuestro auxilio dos conceptos originarios de la ciencia ficción soviética, llevados a la pantalla por Andrei Tarkovsky: lo real como una zona y el sujeto como un stalker. "Al ser la política la forma íntima y global de su autogestión, el Sistema puede, al menos parcialmente, satisfacer todas las demandas políticas necesarias a su funcionamiento. Creer, por ejemplo, que por naturaleza el Sistema es incapaz de resolver los problemas de extrema tensión que le plantean los ecologistas, los homosexuales, las mujers, las llamadas capas pasivas o quienes sean, es fruto de cierto decisionismo ingenio de los movimientos políticos. Incluso me atrevería a decir que lo impolítico, categoría que han refuncionalizado los teóricos italianos a partir de su utilización por Thomas Mann y que apunta a franjas casi inefables de lo contestatario, es una de las maneras utilizadas por el Sistema para ocupar espacios que aparentemente le serían extraños. Aquí pareciera terminar el orden político; más allá solo me atrevería a sugerir, aunque incluso esto parezca demasiado, la existencia de una ZONA (la ellección del termino responde a la cualidad inexpresable de lo puesto en juego) imposible de determinar con las categorías metafísicas que constituyen los discursos de la razón contemporanea".
El sujeto, tal como reza la sentencia de Wittgenstein, "no pertenece al mundo sino que es un límite del mundo". El stalker, umbral subjetivo de un mundo en exceso, aunque con la marca originaria de un exceso de mundo, procede según estrategias oblicuas y en direcciones aleatorias, avanza con las huellas puestas detrás de lo que él mismo lleva. En el camino sin camino de su búsqueda del don, "la Zona está a un paso, como si uno estuviera sentado sobre un volcán".
Pablo Gallardo
Gabriel Livov